Me miró a la cara y me dijo “ésta es la promesa de algo mejor”. Ahí, desde abajo, desde los diez centímetros menos que yo de altura que tiene. Hizo ese gesto con la mano, con el que generalmente sostiene la mayoría de los objetos que sus huesudos dedos de uñas cortas tocan. Y pintadas. Y mal pintadas, horriblemente pintadas, con algún color extravagante. Yo nuncá llegué ahí y sin embargo estoy acá. Como si fuera un honor.
Entonces lo que tengo que entender por el regalo aquel es que siempre que alguien traiga entre sus manos algo que menosprecia, porque promete la venida de otro mejor, quita el valor que podría haber tenido subjetiva y objetivamente en cualquier circunstancia el objeto en cuestión.
Entonces veo que la promesa, el juramento, es la latencia de que en otro contexto, lo venidero será más ameno que lo actual. Ante los ojos del condicionante, claro está. Porque el libro no era malo, y yo a ella la quería. Y todavía la quiero, pero nunca me regaló otra cosa.
Ahora, el día que me dijiste “vos sos lo más lindo que tengo”, que en realidad no sé si era la conjunción de mi llanto ridículo con un “yo también”, y hacías ese gesto con el brazo, ¿me estabas prometiendo que después venía algo más ameno?, que lo hacías por la pura e innecesaria colisión de ambos en un punto intermedio glorioso que extraño la mayor parte del tiempo. Sobretodo la decisión de reventarme constantemente y resfregarme sobre vos para poder extraer cualquier tipo de fluido que te pudiera hacer sentir caliente. Estoy transfiriendo, ya sé. Pero más que caliente, importante. Insensato, necesario, suficiente. Caliente. Atroz.
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