«Soplaba el viento y el suelo estaba hecho un barrizal. Frente a la sepultura abierta los asistentes al funeral formaban un semicírculo irregular. Ahí estaban, estaban casi todos sus conocidos, la actriz Hana, los Clevis, Bárbara y por su puesto los Passer: su mujer, el hijo que lloraba y la hija.
Dos hombres con trajes muy gastados izaron las cuerdas sobre las que descansaba el féretro. En ese mismo momento se acercó a la sepultura un hombre muy emocionado, con un papel en la mano, se dio media vuelta hacia los sepultureros, miró al papel y comenzó a leer en voz alta. Los sepultureros lo miraron, dudaron un momento si tenían que volver a dejar el cajón a la sepultura, pero luego comenzaron a bajarlo lentamente al hoyo, como si hubieran decidido ahorrarle al muerto un cuarto discurso.
La inesperada desaparición del féretro hizo que el orador se sintiese inseguro. Todo su discurso estaba elaborado en segunda persona del singular. Se dirigía al muerto, le agradecía y respondía a sus supuestas preguntas. El féretro llegó al fondo del pozo, los sepultureros sacaron las cuerdas, se quedaron humildemente de pie junto a la tumba. Al darse cuenta de la insistencia con la que el orador se dirigía a ellos, agacharon la cabeza, confusos.
Cuanto más se daba cuenta el orador de lo inadecuado de la situación, más lo atraían aquellas dos tristes figuras y tenía que hacer un gran esfuerzo para arrancar los ojos de ellas. Se dio vuelta hacia el semicírculo de los asistentes al entierro. Pero ni aún así sonaba mejor su discurso en segunda persona porque parecía como si el finado se ocultase en medio de la gente.
¿Hacía dónde podía mirar? Dirigió la mirada angustiado al papel y a pesar de que se sabía su discurso de memoria no levantó la cabeza de las letras.
Todos los presentes estaban poseídos por una especie de inquietud aumentada por los neuróticos golpes de viento que los sacudían a cada momento. Papá Clevis tenía el sombrero bien encasquetado en la cabeza, pero el viento era tan fuerte que de repente se lo arrebató y lo hizo posarse entre la sepultura abierta y la familia Passer que estaba en primera fila.
En un principio su intención fue atravesar la masa de gente y recoger el sombrero, pero inmediatamente se dio cuenta de que como comportamiento daría la impresión de que le importaba más el sombrero que la solemnidad del homenaje dedicado al amigo. Decidió por lo tanto no interrumpir y hacer como si no hubiese pasado nada. Pero no fue una buena solución. Dese el momento en que el sombrero fue a dar al espacio abierto que había ante la tumba, el cortejo fúnebre se intranquilizó aún más y ya no fue capaz de atender a las palabras del orador. El sombrero, con toda su humilde quietud interrumpía la ceremonia mucho más que si Clevis hubiera dado un par de pasos para recogerlo. Por eso le dijo al que estaba delante de él perdone y atravesó el gentío. Se encontró así en el espacio vacío (parecido a un pequeño escenario) que había entre la tumba y los invitados al entierro. Se agachó, estiró el brazo, pero en ese momento el viento volvió a soplar e impulsó al sombrero un poco más hacia delante, junto a los pies del orador.
En ese momento ya nadie pensaba más que en papá Clevis y su sombrero. El orador no sabía nada del sombrero pero comprendió que estaba ocurriendo algo entre su auditorio. Levantó la vista del papel y con sorpresa se encontró con un desconocido que estaba a dos pasos de distancia y lo miraba com si se preparase para saltar. Volvió la vista rápidamente hacia las letras: quizá tenía la esperanza de que al volver a levantarla la increíble aparición se hubiese esfumado. Pero cuando la levantó, el hombre seguía allí y continuaba mirándolo.
Y es que papá Clevis no podía ni avanzar ni retroceder. Echarse bajo los pies del orador le parecía atrevido y volver sin el sombrero ridículo. Se quedó por lo tanto inmóvil, paralizado por su indecisión, intentando en vano que se le ocurriese alguna solución.
Ansiaba que alguien le ayudase. Miró a los sepultureros. Estos estaban inmóviles al otro lado de la sepultura, mirando fijamente a los pies del orador.
En ese momento volvió a soplar el viento y el sombrero se desplazó lentamente hasta el borde de la sepultura. Clavis tomó la decisión. Se adelantó con energía, estiró el brazo y se inclinó. El sombrero retrocedía y retrocedía ante él, hasta que por fin, un instante antes de que llegara a cogerlo, resbaló por el borde y cayó al hoyo.
Clevis extendió aún el brazo hacia él, como si quisiera llamarlo para que volviese, pero inmediatamente después decidió comportarse como si nunca hubiese existido ningún sombrero y él estuviese junto al borde de la sepultura sólo gracias a alguna casualidad insignificante. Intentó entonces comportarse con naturalidad y soltura, pero era muy difícil, porque todos los ojos se dirigían hacia él. Tenía la cara estirada por una extraña mueca, trataba de no ver a nadie y fue situarse a la primera fila donde sollozaba el hijo de Passer.
Cuando desapareció la peligrosa visión del hombre listo para saltar, el hombre del papel se tranquilizó y levantó los ojos hacia el gentío que ya no oía nada de lo que decía, para pronunciar la última frase de su discurso. Después se dio la vuelta hacia los sepultureros y exclamó en tono muy solemne «Viktor Passer, los que te han amado nunca te olvidarán. Descansa en paz».
Se agachó hacia el montón de tierra que estaba junto a la tumba, cogió un poco de tierra con una pequeña pala que allí había y se inclinó sobre la sepultura. En ese momento una ola de risa ahogada agitó las filas de los asistentes al acto. Todos se imaginaban que el orador, que se había quedado paralizado con la pala llena de tierra en la mano inmóvil hacia abajo, veía al fondo del féretro y encima de él el sombrero como si el muerto, en vano intento por mantener la dignidad, no hubiera querido permanecer con la cabeza descubierta durante un discurso tan solemne.
El orador se contuvo, echó la tierra sobre el féretro, cuidando de que no tocase el sombrero, como si debajo de él se escondiese realmente la cabeza de Passer. Le pasó la gala a la viuda. Sí, todos tuvieron que beber el cáliz de la tentación final, todos tuvieron que luchar en ese horrible combate contra la risa. Todos, incluso la mujer, el hijo que sollozaba, tuvieron que coger la tierra con la pala e inclinarse sobre el hoyo en el que estaba el féretro con el sombrero puesto, como si Passer, con su optimismo y su vitalidad incorregibles, sacase la cabeza fuera.»
Kundera, Milan, El libro de la risa y el olvido, Buenos Aires, Seix Barral, 1991.