Si pensás
en algo mejor, chiflá. Se me acalambró un pie, estuvo un rato así. Estuve
pensando mucho acerca del funcionamiento de mi cuerpo. Acerca de cómo pasé
siete, ocho meses, con una molestia en la pierna que a veces no me permitía
caminar. El matadero a veces se volvía un agujero del que ni siquiera podía
levantarme. Ella, altísima, se paseaba por la casa. Alimentaba al gato, al
perro. Me reprochaba la suciedad de los vidrios. Los primeros tres días en cama
me dijeron algo.
Que algo en
El Matadero estaba mal. Que quizás se hundía mucho, ya tenía tres años en ese
momento. Que quizás la espuma no es una buena elección para colchones, aunque
tenga alta densidad. Tal vez lo mejor hubieran sido resortes, pero supe que con
el tiempo también se arruinaban. Debe ser que es cierto que el colchón se
cambia cada tres años, que se da vuelta una vez por semana.
Lo que sí
es cierto es que no se puede vivir en la cama. Creo que eso acelera cualquier
tipo de proceso de destruir un colchón. Por eso, cuando buscaba un colchón para
ponerle a El Matadero, mucho antes de que pudiera convertise en tal, leía toda
una serie de preguntas en Internet, que hacían personas enfermas, acerca de qué
tan resistentes eran los colchones. En aquel momento, nunca había pensado en la
cantidad de horas que pasaría ahí. Hasta que hubo Internet leímos. Ella manoteó
Cien Años de Soledad. Quizás le funcionó, ahora es madre. Sin embargo yo, me
enrosqué con Dostoyevski. Miré todas las películas que me pasó María. A veces
se quedaba a dormir en mi colchón viejo, pedíamos en La Fábrica de Pizzas.
Recuerdo cuando teníamos que comer sobre las cajas de la mudanza, porque
todavía no tenía mesas ni sillas. Admito que a veces comía sobre libros.
La mañana
que fui a buscar a Corso había sol, todavía era Febrero. Ocho de febrero.
Nicolás estaba en casa, me acompañó a elegirlo. Cuando estábamos ahí, todos los
gatitos chiquitos, de apenas dos o tres meses, se movían con pereza. Estaban
como en una suerte de exhibición sobre papel de diario, en una casa que olía mal.
A veces paso por ahí, por Malabia, sobretodo cuando Julián vivía acá, y siento
ese mismo olor. Pero Corso era más alto, estaba estirado, no paraba de moverse.
No me atraía que fuera blanco y negro. Yo quería un gato naranja. Me
preocupaban todos esos gatitos, pero al menos sabía que no tenían ni frío, ni
calor, ni hambre. Que estaban desparasitados, que ya sabían usar las piedras.
Todavía no me dolía la espalda, y tenía una pila de libros, libros míos, que
hoy están en tantas bibliotecas, en tantas casas. A veces me sorprende el
alcance que han tenido.
Pero, al
fin y al cabo, titubeando, Corso se me acercó y se metió dentro de mi bolso,
como queriendo irse. En ese preciso instante, lo amé. Lo amé completamente. Amé
el nombre que le había elegido, y amé el hecho de que fuera un gato. Así me
había imaginado, como el resto de mis días en Buenos Aires, abrazando a un
pequeño gatito, cantándole canciones, dándole de comer.
Caminamos
una suerte de quince cuadras, él miraba para todas partes. Siempre mantuve la mano
dentro del bolso, con miedo de que pudiera escaparse, intentanto esquivar las
avenidas de Palermo, el ruido. Recuerdo que primero dejé el bolso en el piso, y
él salió solo. Olió la totalidad de la casa, que apenas si muebles tenía. Ella
todavía no estaba. A partir de entonces, nos la pasamos mirando películas y
leyendo, siempre mantuvo una enorme curiosidad por lo que miro o leo.
El lunes es
su cumpleaños. Es el cumpleaños que al menos le inventé, después de tantas
opiniones veterinarias. Creemos que al momento en el que llegó a casa tenía
cuatro meses. Era completamente tierno, y dulce, y a veces se perdía, aparecía
debajo del horno, o adentro del placard.
Cuando
llegó ella, creo que lo quiso, creo que lo quiso mucho. Siempre despertándonos
a las 8 de la mañana, con hambre. Siempre tan atento a las visitas, a veces
durmiendo con ellos, en mi colchón viejo o en El Matadero. Quería mucho a
Marcos y a María, y su primer amigo en el mundo fue Nicolás. Le había hecho un
juguete con una chapita de cerveza y un hilo que encontró, de alguna noche en
la que nos habremos drogado demasiado como para recordar exactamente qué pasó.
En aquel
momento, mi departamento de Salguero era un lugar por el que entraba el sol. Es
cierto que aún no tenía cortinas, que mamá no había llegado. Pero Salguero se
sentía bien, era el espacio en el que yo iba a plantear, lo que pensé sería el
resto de mi vida, pero por suerte únicamente duró dos años.
Cuando
empezó a dolerme la espalda, casi no lo podía alzar. Me costaba ir a los
cumpleaños, y detestaba los viajes en colectivo. A pesar de eso me recuperé, y
empecé a trabajar. Pensaba todo el tiempo en continuar llenando de muebles la
casa.
Pero ella
se fue, a parir sus cientos de hijos. Corso y yo nos quedamos solos, luego de
tener unos cuantos padres adoptivos. Creo que en algún punto también estaban
adoptándome a mí, a mi sonrisa insulsa, a mi mal humor luego de salir de clase,
a la desesperación, pero sobretodo, a la ninfomanía.
Digo a
veces, nunca podría nadie convertirse en mi pareja si al menos no me vió
vomitar una vez. Si no tuvo que sostenerme el pelo para hacerlo. Si no tuvo que
soportarme, a puertas cerradas, refregándome contra el piso del baño, pidiendo
por favor que el dolor pare.
Pero así
fue con la espalda, con el sostén de mi cuerpo. Pensé muchas veces que por qué
los pollos tenían huesos. Es una complicación a la hora de comerlos. Hasta me
da asco tener que despedazarlos. Por eso casi no cocino carne, y en un momento
dejé de comerla. Cuando Corso llegó a casa, sentí que cualquiera de los
animales que podría estar masticándome eran como él. Así de tiernos y suaves,
con tantos sentimientos. Con celos, con enojos, con sueño, que dormían
plácidamente durante horas, y que algunos días, en los que no puedo conmigo
misma, se habrían acercado lentamente a mi lado, a acariciarme con la patita, y
maullar. Maullar para que despierte, me levante, ponga en funcionamiento la
casa.
Creo que en
estos años, lo que más hice fue buscarle un padre. O buscármelo a mí. Finalmente
alguien que nos cuide a los dos. A él, que es lo más cercano a un hijo que
puedo tener y tendré en este momento. Que espero se muera para ese entonces.
Que yo tenga otros a quienes cuidar, que no tenga que reemplazarlo por otro
gato. Me hiere profundamente el hecho de saber que se va a morir mucho antes
que yo. Que en algo así como diez años algún día lo voy a encontrar enroscado
en sí mismo, tieso, pero su rosa pancita, tan suave, ya no se va a estirar. No
va a subir y bajar, no va a estar respirando. A veces me quedo unos segundos
observándolo por eso.
El otro día
le pregunté a Fede qué ibamos a hacer el día que el gato se muera. No supo
responderme. Y me dolió, porque tal como a un padre, espero que mi escritor
contemporáneo favorito, mi mejor amigo, tenga todas las respuestas del mundo.
Pero ya hace tiempo asumió que no. Basil, casi la única persona que necesito
abrazar constantemente.
El oficio
de ser escritor demanda estas cuestiones. Una vida que vivir, porque es una
vida que contar. Una vida para llenar la pared de papelitos de colores.
El
comportamiento de mi cuerpo me resulta completamente extraño. Quizás es, porque
de repente, comencé a animarme a vencer la hipertrofia que me quedó de la
operación, de tantas horas en la cama. Cuando salía con Juan, y ya hace un año,
una vez le pregunté qué pensó que sentiría si un médico le dijera que ya no iba
a poder subirse a una montaña rusa, andar a caballo, levantar cosas pesadas,
sentarse en mala posición, y lo más importante, ya no tener relaciones arriba
de la otra persona. Juan me dijo que se volvería loco.
Al cabo de
este año y medio, me hicieron una docena de resonancias magnéticas. Esos días
siempre tengo frío, y el gadolinio da ganas de vomitar. Los técnicos siempre
preguntan, qué me pasó o qué me pasa. A mí me gustaría preguntarles, qué me va
a pasar. Radiólogos, técnicos en diagnóstico en imágenes, médicos clínicos,
traumatólogos a secas, traumatólogos especialistas en columna, traumatólogos
especialistas en rodilla, kinesiólogos, reflexólogos, digitopunturistas, ginecólogos,
endocrinólogos, neurólogos, neurocirujanos, cirujanos, psiquiatras, psicólogos,
dermatólogos, gastroenterólogos, enfermeros, nutricionistas, resonancias
magnéticas, punciones lumbares, punciones de tiroides, infiltraciones
nerviosas, como cincuenta diclofenac inyectables, como ochenta pastillas de
diclofenaco, miorrelajantes, anestésicos no esteroideos, anestésicos
esteróideos, opiáceos, radiografías, electrocardiogramas,
electroencefalogramas, suero, reeducación postural, rehabilitación, internación
psiquiátrica ambulatoria, certificados médicos, rivotril, escitalopram,
anticonceptivas, biopsias, natación, pilates, bisturíes, ecografías, exámenes
neurocognitivos, sedantes, ondas electromagnéticas. Corset, aprender a caminar
agarrándome de las paredes, cortes de pelo, esguince de tobillo, rotura y
descolocación de cúbito y radio, dolores en el pecho, leve pérdida de la
memoria anterógrada, trastornos de ansiedad, tricotilomanía, calambres, seis
análisis de hiv en los últimos tres años, un monstruo creciéndome en las
paredes del útero, que por suerte lograron extirpar. Perder la sensibilidad en
el muslo, cargar con una cicatriz de quince centímetros. Autoflagelación
eventual, trastornos obsesivo compulsivos, insulinorresistencia, fobia a las
estructuras de hierro.
A veces me
pregunto qué se sentirá decirle a alguien todo el tiempo. Preguntarle cómo hace
para caminar, o sentarse, o mantenerse erguida. Si le gusta o no recostarse
sobre una camilla sabiendo exactamente lo que va a suceder. A veces me preguntan
si me duele. Generalmente digo que no, pero es mentira.
Hace unos
días él me preguntó si dolía, pero le dije que no. Quizás también sea mentira.
Quizás en este momento no pueda concebirme como una persona habilitada para
recibir cariño u amor por parte del otro. A veces se queda acariciándome la
espalda y me da escalofríos. Recuerdo que alguna vez ahí, donde sentía, sentía.
Y le busco la yema de los dedos con la mano, y se la aprieto fuerte. Me digo a
mí misma, Julieta, esto era lo que querías. Y hay días en los que se siente
bien. Si pensás en algo mejor, chiflá. Pero yo sé que en el fondo lo mejor de
esa excusa será volver a tenerlo adentro. Y se siente bien.