3.10.12


Si pensás en algo mejor, chiflá. Se me acalambró un pie, estuvo un rato así. Estuve pensando mucho acerca del funcionamiento de mi cuerpo. Acerca de cómo pasé siete, ocho meses, con una molestia en la pierna que a veces no me permitía caminar. El matadero a veces se volvía un agujero del que ni siquiera podía levantarme. Ella, altísima, se paseaba por la casa. Alimentaba al gato, al perro. Me reprochaba la suciedad de los vidrios. Los primeros tres días en cama me dijeron algo.
Que algo en El Matadero estaba mal. Que quizás se hundía mucho, ya tenía tres años en ese momento. Que quizás la espuma no es una buena elección para colchones, aunque tenga alta densidad. Tal vez lo mejor hubieran sido resortes, pero supe que con el tiempo también se arruinaban. Debe ser que es cierto que el colchón se cambia cada tres años, que se da vuelta una vez por semana.
Lo que sí es cierto es que no se puede vivir en la cama. Creo que eso acelera cualquier tipo de proceso de destruir un colchón. Por eso, cuando buscaba un colchón para ponerle a El Matadero, mucho antes de que pudiera convertise en tal, leía toda una serie de preguntas en Internet, que hacían personas enfermas, acerca de qué tan resistentes eran los colchones. En aquel momento, nunca había pensado en la cantidad de horas que pasaría ahí. Hasta que hubo Internet leímos. Ella manoteó Cien Años de Soledad. Quizás le funcionó, ahora es madre. Sin embargo yo, me enrosqué con Dostoyevski. Miré todas las películas que me pasó María. A veces se quedaba a dormir en mi colchón viejo, pedíamos en La Fábrica de Pizzas. Recuerdo cuando teníamos que comer sobre las cajas de la mudanza, porque todavía no tenía mesas ni sillas. Admito que a veces comía sobre libros.
La mañana que fui a buscar a Corso había sol, todavía era Febrero. Ocho de febrero. Nicolás estaba en casa, me acompañó a elegirlo. Cuando estábamos ahí, todos los gatitos chiquitos, de apenas dos o tres meses, se movían con pereza. Estaban como en una suerte de exhibición sobre papel de diario, en una casa que olía mal. A veces paso por ahí, por Malabia, sobretodo cuando Julián vivía acá, y siento ese mismo olor. Pero Corso era más alto, estaba estirado, no paraba de moverse. No me atraía que fuera blanco y negro. Yo quería un gato naranja. Me preocupaban todos esos gatitos, pero al menos sabía que no tenían ni frío, ni calor, ni hambre. Que estaban desparasitados, que ya sabían usar las piedras. Todavía no me dolía la espalda, y tenía una pila de libros, libros míos, que hoy están en tantas bibliotecas, en tantas casas. A veces me sorprende el alcance que han tenido.
Pero, al fin y al cabo, titubeando, Corso se me acercó y se metió dentro de mi bolso, como queriendo irse. En ese preciso instante, lo amé. Lo amé completamente. Amé el nombre que le había elegido, y amé el hecho de que fuera un gato. Así me había imaginado, como el resto de mis días en Buenos Aires, abrazando a un pequeño gatito, cantándole canciones, dándole de comer.
Caminamos una suerte de quince cuadras, él miraba para todas partes. Siempre mantuve la mano dentro del bolso, con miedo de que pudiera escaparse, intentanto esquivar las avenidas de Palermo, el ruido. Recuerdo que primero dejé el bolso en el piso, y él salió solo. Olió la totalidad de la casa, que apenas si muebles tenía. Ella todavía no estaba. A partir de entonces, nos la pasamos mirando películas y leyendo, siempre mantuvo una enorme curiosidad por lo que miro o leo.
El lunes es su cumpleaños. Es el cumpleaños que al menos le inventé, después de tantas opiniones veterinarias. Creemos que al momento en el que llegó a casa tenía cuatro meses. Era completamente tierno, y dulce, y a veces se perdía, aparecía debajo del horno, o adentro del placard.
Cuando llegó ella, creo que lo quiso, creo que lo quiso mucho. Siempre despertándonos a las 8 de la mañana, con hambre. Siempre tan atento a las visitas, a veces durmiendo con ellos, en mi colchón viejo o en El Matadero. Quería mucho a Marcos y a María, y su primer amigo en el mundo fue Nicolás. Le había hecho un juguete con una chapita de cerveza y un hilo que encontró, de alguna noche en la que nos habremos drogado demasiado como para recordar exactamente qué pasó.
En aquel momento, mi departamento de Salguero era un lugar por el que entraba el sol. Es cierto que aún no tenía cortinas, que mamá no había llegado. Pero Salguero se sentía bien, era el espacio en el que yo iba a plantear, lo que pensé sería el resto de mi vida, pero por suerte únicamente duró dos años.
Cuando empezó a dolerme la espalda, casi no lo podía alzar. Me costaba ir a los cumpleaños, y detestaba los viajes en colectivo. A pesar de eso me recuperé, y empecé a trabajar. Pensaba todo el tiempo en continuar llenando de muebles la casa.
Pero ella se fue, a parir sus cientos de hijos. Corso y yo nos quedamos solos, luego de tener unos cuantos padres adoptivos. Creo que en algún punto también estaban adoptándome a mí, a mi sonrisa insulsa, a mi mal humor luego de salir de clase, a la desesperación, pero sobretodo, a la ninfomanía.
Digo a veces, nunca podría nadie convertirse en mi pareja si al menos no me vió vomitar una vez. Si no tuvo que sostenerme el pelo para hacerlo. Si no tuvo que soportarme, a puertas cerradas, refregándome contra el piso del baño, pidiendo por favor que el dolor pare.
Pero así fue con la espalda, con el sostén de mi cuerpo. Pensé muchas veces que por qué los pollos tenían huesos. Es una complicación a la hora de comerlos. Hasta me da asco tener que despedazarlos. Por eso casi no cocino carne, y en un momento dejé de comerla. Cuando Corso llegó a casa, sentí que cualquiera de los animales que podría estar masticándome eran como él. Así de tiernos y suaves, con tantos sentimientos. Con celos, con enojos, con sueño, que dormían plácidamente durante horas, y que algunos días, en los que no puedo conmigo misma, se habrían acercado lentamente a mi lado, a acariciarme con la patita, y maullar. Maullar para que despierte, me levante, ponga en funcionamiento la casa.
Creo que en estos años, lo que más hice fue buscarle un padre. O buscármelo a mí. Finalmente alguien que nos cuide a los dos. A él, que es lo más cercano a un hijo que puedo tener y tendré en este momento. Que espero se muera para ese entonces. Que yo tenga otros a quienes cuidar, que no tenga que reemplazarlo por otro gato. Me hiere profundamente el hecho de saber que se va a morir mucho antes que yo. Que en algo así como diez años algún día lo voy a encontrar enroscado en sí mismo, tieso, pero su rosa pancita, tan suave, ya no se va a estirar. No va a subir y bajar, no va a estar respirando. A veces me quedo unos segundos observándolo por eso.
El otro día le pregunté a Fede qué ibamos a hacer el día que el gato se muera. No supo responderme. Y me dolió, porque tal como a un padre, espero que mi escritor contemporáneo favorito, mi mejor amigo, tenga todas las respuestas del mundo. Pero ya hace tiempo asumió que no. Basil, casi la única persona que necesito abrazar constantemente.
El oficio de ser escritor demanda estas cuestiones. Una vida que vivir, porque es una vida que contar. Una vida para llenar la pared de papelitos de colores.
El comportamiento de mi cuerpo me resulta completamente extraño. Quizás es, porque de repente, comencé a animarme a vencer la hipertrofia que me quedó de la operación, de tantas horas en la cama. Cuando salía con Juan, y ya hace un año, una vez le pregunté qué pensó que sentiría si un médico le dijera que ya no iba a poder subirse a una montaña rusa, andar a caballo, levantar cosas pesadas, sentarse en mala posición, y lo más importante, ya no tener relaciones arriba de la otra persona. Juan me dijo que se volvería loco.
Al cabo de este año y medio, me hicieron una docena de resonancias magnéticas. Esos días siempre tengo frío, y el gadolinio da ganas de vomitar. Los técnicos siempre preguntan, qué me pasó o qué me pasa. A mí me gustaría preguntarles, qué me va a pasar. Radiólogos, técnicos en diagnóstico en imágenes, médicos clínicos, traumatólogos a secas, traumatólogos especialistas en columna, traumatólogos especialistas en rodilla, kinesiólogos, reflexólogos, digitopunturistas, ginecólogos, endocrinólogos, neurólogos, neurocirujanos, cirujanos, psiquiatras, psicólogos, dermatólogos, gastroenterólogos, enfermeros, nutricionistas, resonancias magnéticas, punciones lumbares, punciones de tiroides, infiltraciones nerviosas, como cincuenta diclofenac inyectables, como ochenta pastillas de diclofenaco, miorrelajantes, anestésicos no esteroideos, anestésicos esteróideos, opiáceos, radiografías, electrocardiogramas, electroencefalogramas, suero, reeducación postural, rehabilitación, internación psiquiátrica ambulatoria, certificados médicos, rivotril, escitalopram, anticonceptivas, biopsias, natación, pilates, bisturíes, ecografías, exámenes neurocognitivos, sedantes, ondas electromagnéticas. Corset, aprender a caminar agarrándome de las paredes, cortes de pelo, esguince de tobillo, rotura y descolocación de cúbito y radio, dolores en el pecho, leve pérdida de la memoria anterógrada, trastornos de ansiedad, tricotilomanía, calambres, seis análisis de hiv en los últimos tres años, un monstruo creciéndome en las paredes del útero, que por suerte lograron extirpar. Perder la sensibilidad en el muslo, cargar con una cicatriz de quince centímetros. Autoflagelación eventual, trastornos obsesivo compulsivos, insulinorresistencia, fobia a las estructuras de hierro.
A veces me pregunto qué se sentirá decirle a alguien todo el tiempo. Preguntarle cómo hace para caminar, o sentarse, o mantenerse erguida. Si le gusta o no recostarse sobre una camilla sabiendo exactamente lo que va a suceder. A veces me preguntan si me duele. Generalmente digo que no, pero es mentira.
Hace unos días él me preguntó si dolía, pero le dije que no. Quizás también sea mentira. Quizás en este momento no pueda concebirme como una persona habilitada para recibir cariño u amor por parte del otro. A veces se queda acariciándome la espalda y me da escalofríos. Recuerdo que alguna vez ahí, donde sentía, sentía. Y le busco la yema de los dedos con la mano, y se la aprieto fuerte. Me digo a mí misma, Julieta, esto era lo que querías. Y hay días en los que se siente bien. Si pensás en algo mejor, chiflá. Pero yo sé que en el fondo lo mejor de esa excusa será volver a tenerlo adentro. Y se siente bien.