El cordero.
Esa cosa que llevo alzada, inmóvil, resignada, a la piedra en la que voy a sacrificarlo. Es lo que es. Lo cargo orgullosa de estar haciendo el bien. Miedo, angustia, el temor de los débiles que juegan
a ser fuertes, en medio de una noche que ha sido demasiado larga. Con
el cuerpo reventado a latigazos, pero firme, quizás más firme que nunca.
La piedra, el horizonte que tanto me atrajo, sugestionó mi cabeza, al
frente. Es imposible calcular hacia él la distancia, como la cima de la montaña
sagrada. Sangrando, cordero, te llevo sangrando y estoy sucia, llena de tierra.
Vine a limpiarme.
Sos,
cordero, una creación de mis padres, alimentado por todas mis falacias. Sos,
cordero, ese trozo de carne dulce y tiesa, que al final se convierte en
cenizas. Que no tiene el sabor de nada en particular, que parece arcilla. Y no
de la que hay de donde vengo.
Yo te ví en
un rinconcito de la casa que solía tener, temblando. Hace mucho más tiempo del
que me gustaría reconocer. Y te adopté, porque para ese entonces lo poco que
tenía se había ido, y mis ojos eran ciegos para los que se habían quedado.
Tardé años
en comprender, cordero, que tu valor, el más preciado que podías tener, era el
de la costumbre. Tu poder de domesticarnos a ambos, como si fuese extraño para
mí no buscarme en alguna de mis extremidades un mordisco tuyo.
Nos
hicimos, ambos, a imagen y semejanza del otro, como quien personifica a su dios
mediante el placebo de creer que es dios quien lo ha personificado. Al punto de
incorporarte, completamente, al punto en el que casi nadie ha podido mirarme
sin vernos a los dos.
Esta noche,
eterna por momentos, yo te entrego. Yo te creo, aún las mentiras inevitables, porque
yo te he creado. Has sido el producto de mi imaginación más perfecto y falaz de
todos los que se me han ocurrido. Sin tu presencia, antes imposible de ser disasociada,
creí estar ahogándome. Me ahogué realmente, en el piso de todas mis casas,
porque me recordaban a la tierra, o al fango. Los lugares en los que he querido
enterrarme, en los que imaginé, como a vos, a otros tan reales e irreales con la
pala en la mano.
Este es tu
fin, pues yo te entrego. El fin de todo cordero es el sacrificio, por los
errores humanos, por el acercamiento al instinto, por el creer que nos alejamos
de la naturaleza y de dios. Así como vos y yo, todos
somos un brazo de él. Un brazo tanto menos personificado que el de los fieles
que han llegado a difuntos, creyendo que al morir verían la luz que los
conduciría a la eternidad.
Ya entendés,
cordero, que mi vida todavía es corta aunque agonizante, y que somos finitos. Y
que he encontrado otras cosas, tanto más gratificantes, que la eterna disputa
de mantenerte o no a mi lado.
Ya viste la
piedra, tanto como yo, y te aferrás a mi pecho reclamándome arrepentimiento,
error y miedo. Me reclamás costumbre, volver a hacer lo que siempre hemos
hecho, los lugares en los que ya hemos estado, que aseguran tanto tu
supervivencia como mi muerte. Creo que sabés, a esta altura, que el camino por
el que me has llevado, el que tanto deseás para mí, no sólo es una quimera,
sino que es el fin para ambos. Pero es para esa muerte, aún en vida, para la
que no estoy lista, y nos hemos vuelto tan dicotómicos a pesar de aferrados,
que somos vos o yo. Y yo ya no te elijo, porque me elijo a mí.
Entonces
soportaremos ambos el viaje de ida hacia tu lecho de muerte, y prometo que la
daga será precisa, justa, certera. Te prometo el llanto, puesto que no sé quién
seré sin tu presencia, sino lo imagino. Y te velaré como a cualquiera de mis
muertos o peor, porque sacrificarte me resulta tan atroz como perder un brazo,
una costilla, como arrancarme la pierna que tantas veces odié. Será una
mutilación porque no me atrevo a desmerecerte nada.
Estoy donde
estoy porque me trajiste, porque llegamos juntos. Pero en este lugar no estaré
siempre. Y finalizado el duelo voltearé mi espalda, me alejaré de tu tumba, y
alguna que otra vez te dejaré una flor, pues sufriré tu ausencia, y todos,
alguna vez, hemos ansiado que se nos dibuje un cordero. Un cordero que se
transfigure, y eventualmente respire. Algo nuestro. Lo único completamente
nuestro, hoy es mi puñal, pidiéndote que te vayas. Anoche te despediste, y ya
no hay nada más por decir. Luego de tu gemido final seremos yo, mi sonrisa, mis
manos ensangrentadas, la tierra, el cielo y el silencio.