Bowie. De
aquellos que dicen que les salvó la vida. Los Beatles, desde los quince, and so
on. Con el pelo más largo, con un matete en la cabeza, entre las manos, por
delante, por detrás, todos los costados, pateándolo con las zapatillas de lona,
esa misma. Que cargaba el bajo al ensayo y pensaba que en ese preciso instante
ocurrían, en todas partes, infinidad de situaciones. Justo con el recorrido del
cierre alrededor de la funda, en ese preciso instante había quienes nacían,
quienes hacían el amor, quienes mentían, quienes robaban, quienes querían,
quienes eran destrozados, quienes morían. Todo eso en los segundos que lleva
sacarlo de la funda.
En esa
ciudad en la que vivía, voraz. A Corrientes yo no le miro el cielo, Corrientes
te pega con el sol sobre las mejillas, y casi todo el tiempo, inclusive cuando
hace frío, sentís un sudor extraño que te recubre el cuerpo, respirás pesado,
te agarrás la cabeza, la sentís húmeda, absolutamente todo a tu alrededor está
húmedo. Y si bien hay canciones de cigarras, y si bien hay calles
interminables, y si bien todo está coloreado muy particularmente, casi todo es
tierra, casi todo está sucio. Corrientes, hay días, que se siente como un pozo
del que los dioses en los que algunos creen se han olvidado. Corrientes como vorágine
de la destrucción total de todos los ideales humanos, construida sobre un
espacio relativamente pequeño, expectante al río. Desbordada hacia los
costados, llena de personas que caminan, parece que a la deriva, en una ciudad
que apenas si tiene semáforos en algunas esquinas. En la cual la senda peatonal
está gastada, y prácticamente nadie la respeta o comprende para qué sirve. Qué
injusto, pienso, a Corrientes intacta, Corrientes perfecta para recorrerla de
punta a punta, rociarla en combustible, prenderla fuego, cuando bien es
Concordia, setenta y cinco por ciento cielo la que está encendida. Pero está
bien, Concordia se lo merece. Concordia es un Fénix, tal como los hijos que
engendra. A Concordia hay que volver para morir. Concordia es una eterna sala
de emergencias, insalubre. Una guardia concurrida. Una infección
intrahospitalaria. En Concordia sanar es imposible. Curarse es imposible. Y sin
embargo, completamente contradictorio, creo que todo lo que pasa en Concordia,
hasta el sonido de los grillos o del tren en las noches de verano, inclusive
los murciélagos o los mosquitos, los perros de toda la ciudad comunicándose,
ladrando al unísono, todo aquello es poderosamente perfecto y sólo le cabe a
Concordia. Concordia con sus lluvias de días, con su río comiéndose la tierra,
entrometiéndose en la ciudad, creciendo metros y metros, evacuando familias
enteras, que año tras año saben que tendrán que llevar todas sus cosas a un
galpón municipal, sobretodo en agosto. Concordia incomprensible, con sus viejos
edificios, con sus perfectas casas del 1800 una al lado de la otra hasta llegar
al río. Hasta abrir, Concordia, las piernas, y permitir que el tren de carga,
todas las noches pase sin que se mueva ninguna barrera. Concordia con su
estación, y sus bibliotecas, y sus palos borrachos y viejos crónicos y viejos
borrachos, Concordia magnífica, estupefaciente, cubierta con colchones de hojas
de otoño que al mirar para arriba caen cual nieve de ese cielo enorme, el más
celeste que conozco, de las mañanas más hermosas que conozco, de las tardes más
placenteras. Y aún así, siento a Concordia como una enfermedad terminal. Como
un problema existencial. Como el lugar para morir. Como la vida de pasarse
sentado con una silleta en la vereda, y un espiral, viendo pasar los autos, los
carros con caballos, el viejo camión que limpia el asfalto, las vías del
antiguo tranvía, los túneles subterráneos, las campanas de todas las iglesias
en las que hay misa, las figuras conmovedoras de la catedral, las butacas
corroidas del auditorium, San Martín apuntando con su dedo al cielo, el
monumento a la madre, y la plaza más horrible del mundo. Y no le digo horrible
porque lo sea, sino porque de vez en cuando iba, me sentaba al borde de la
fuente, que ya sin agua, me contaba mi infancia entera, y Concordia debe ser el
último lugar al que se debe ir cuando se esperan visitas.
Concordia,
cuya cualidad sine qua nom debería ser la de poseerme por completo, Concordia
considera haberme expulsado de la faz de su alcance, de su río, su lago y sus
arroyos, de su puente y represa, de sus cuchillas, de su llanura interminable,
Concordia ha dicho, “vuelve para morirte, o ya no vuelvas”. A veces a la tierra
hay que oírla. Obedecer sus imperativos. Cuando ya no te quede lugar en el
mundo, entonces retorna a donde has nacido.
Buenos
Aires es un híbrido, un híbrido cuya forma no comprendo. Mi forma en Buenos
Aires es algo que no comprendo. Diré, nací en Concordia, aprendí a andar en
bicicleta bajo su halo de ternura, bajo la latencia y la inocencia que pocos
años duran en ella. Viví en la interminable Corrientes, con angustia, temor y
todos los sentimientos enumerables posibles. Todos los que se pueden menos los
que siento ahora, los que me anulan unos cuantos sentidos y pensamientos.
Después de años, Corrientes termina siendo el refugio de aquella ciudad que ya
no quiere verme. Tuve que viajar hasta Uruguay, correr hasta la orilla del
Atlántico para comprender que no soy de ningún otro lugar excepto de aquel que
me bañó con su río. Concordia es tan grande que a veces parecería comerse a
Uruguay y llegar hasta su Atlántico, hasta La Paloma, que el sol, por una
gracia que no comprendo, se pone en el este, espectáculo que no esperaba ver
hasta estirar mis piernas hacia el Pacífico.
Maravillas
naturales si habré de vivir, que he vivido en los lugares más hermosos y
absurdos que conozco. Lugares que me poseen, que me transforman, que colocan en
mis dedos y lengua palabras que por momentos no comprendo.
Buenos
Aires deseo inexorable cumplido, lluvia ácida eterna en la que me regodeo,
llegué. Desde el ocaso más ofuscado, a tanta cantidad de amaneceres, a dios y a
la más podrida de las alcantarillas, al frío que cala los huesos, a la hormonal
y púber primavera, Buenos Aires, llegué. Buenos Aires, tenés Concordia, tenés
Corrientes, tenés mi amor, a mi gato, y a toda tu Julieta. Tenés mi libertad,
tendrás a mis hijos, y tendrás a mis venas. Buenos Aires, el día en el que
sienta que la hora se acerca, Buenos Aires te dejo, y me compro una bonita
parcela en mi Concordia añorada, y pido que sea allí donde me trague la tierra,
la tierra que pude oír.