Pobre Paula. De haber sabido, quizás me hubiera sincerado con ella. Hace nada más que un año los veía mudarse a través de ésta misma ventana que da a la calle, los veía cargando sus muebles, sus libros, sus discos, su cama. Cama en la que nunca me acosté, lo admito, por mucho que lo anhelé, nunca tuve la oportunidad de hacerlo.
Se habían casado hacía poco, después de tres años de estar de novios. Paula daba su vida por Ignacio. Bueno, un poco creo que la dio. Por ésta misma ventana, lo veo irse, con nada más que una muda de ropa, sabe que estoy acá, observándolo, como siempre, pero no va a devolverme la mirada, no va a regalarme un solo gesto porque yo sé que en el fondo hasta me echa la culpa.
Cuando los conocí eran un matrimonio de esos ejemplares. Paula tenía veinticuatro años e Ignacio veintisiete. Yo, por mi parte, ya estaba raspando los treinta. Eran envidiables, con sus electrodomésticos nuevos, discos de una lista de casamiento en una importante cadena, y portarretratos con fotos de la fiesta por toda la casa. Me habían invitado a tomar un café, política que habían implementado con todos los inquilinos del edificio, que éramos nada más que once, un solo departamento por piso.
En el primero vivían dos chicos del interior, estudiantes de ingeniería. Se la pasaban encerrados estudiando, como si no estuviesen. En el segundo vivía una vieja solterona, ya tenía como setenta años y nunca nada. En el tercero había un matrimonio con tres hijos, los Durán, una familia modelo. El cuarto estaba vacío, tenía problemas de humedad y el propietario no tenía plata para arreglarlo, creo que tampoco estaba interesado en alquilarlo. Igual, qué me importa. En el quinto piso vivía yo, Lucía Arben, sola desde que me había emancipado de mis padres, manteniendo un hogar, desesperándome cada vez más por formar una familia.
Al departamento del sexto piso fueron a parar ellos. A Paula se le notaban las ganas de tener hijos, era completamente obvio. Desde el momento en que los ví juntos me dí cuenta de que Ignacio no quería ser padre.
De vez en cuando discutían. Lo lamentable es que desde acá abajo sólo podía oír balbuceos. Pasaba cada dos o tres noches, después estaban en paz, como si no hubiera pasado nada, pero a la segunda o tercera siempre, siempre, alguno estallaba.
De repente apareció un perro en escena. Yo asumí que Ignacio se lo había regalado a Paula para salvaguardar el hecho de que no quería tener hijos. Lo admito, ese perro terminó salvaguardándome a mí. Cada vez que alguno de los dos salía a sacar a pasear al can, yo me lo encontraba de casualidad, mientras sacaba la basura, o salía del edificio. Así fue cómo me fui metiendo cada vez más en la casa de los Artemis.
Pasado un tiempo, el único que sacaba al perro era Ignacio. Ahí supe que todo era culpa de Paula, de que era insoportable, de que una relación con ella debía ser insostenible. Igual le hablaba cada vez que tenía oportunidad, como si no pasara nada, como si no la envidiara, como si no la celara.
Su habitación justo estaba arriba de la mía. Algunas noches, excluyendo los días en que se peleaban, yo escuchaba la cama golpearse contra la pared, el movimiento ponía el techo a temblar, lo que hacía que se descascarara la pintura del cielorraso y me cayera encima. Tenía un poco descuidado el departamento, lo admito. Sinceramente, odiaba a Paula. Ella poseía todo lo que yo necesitaba. Ignacio era el hombre más lindo que había visto en la vida, y estaba casado con esa perra. Ella, que no entendía que él todavía no quería tener hijos, que eran jóvenes, que debían realizarse económicamente, que acababan de mudarse, que tenían mucho tiempo, que tenían que viajar, que disfrutarse.
Al principio los ruidos no me molestaban tanto, pero después no me dejaban vivir. Ansiaba que se pelearan para no tener que estar pendiente de ellos. Lo peor es que con cada golpe imaginaba lo que se hacían, y hasta admito que un poco me excitaba.
Fue alrededor de Junio que empezaron a pelearse más seguido. Se peleaban todas las noches, y yo podía dormir en paz. Me consolaba pensar que Ignacio estaba cada vez más cerca.
Una noche se gritaron tan fuerte que él se terminó yendo. Cuando escuché el portazo debí haber perdido unas cuantas coronarias. Me arrimé hacia el living para escuchar el ascensor, y sin embargo oí tremendos pasos en la escalera, que cesaron al llegar a mi piso. Alguien tocó la puerta, y yo me hice la tonta para simular que no estaba pendiente de ella.
Le abrí a Ignacio así cómo estaba, en bata. Le ofrecí un café, un oído y la mesa del comedor. Me confesó estar cansado de los reproches de Paula, que ya ni siquiera el perro la contentaba, que el sexo no era lo mismo, que estaban mejor cuando eran novios. A eso de las cuatro de la mañana me dijo que era muy tarde, me agradeció, me abrazó y se fue. Sus brazos alrededor mío, su aroma, su pelo, las lágrimas que apenas habían asomado sus ojos me hicieron repudiar cada vez más a Paula, y me dieron una coartada para mantenerme cerca.
Una vez a la semana Ignacio estaba ahí, todo para mí. No pasó demasiado tiempo hasta que las cosas empezaron a irse de contexto. Yo estaba completamente loca por él. El consolarlo me llevó a desear cada vez el tocarlo, sentirlo. Después de unas semanas, luego de cada discusión él venía a mi casa. Ya no le importaba dormir poco, él venía a mi casa.
El diecinueve de julio, tras escuchar los pasos en la escalera, en vez de asomarme a la puerta en bata, lo hice desnuda. Ya estaba cansada de hablar de Paula, cansada de sus reproches, de sus ganas de tener hijos, de sus porquerías, de sus ataques de histeria, de su descontento frente al espejo, de que el perro rompía todos los muebles nuevos. Ignacio se abalanzó contra mí cual fiera en celo, sin dudarlo. Ese día ni siquiera llegamos a la cama. Ignacio me penetraba como nunca nadie, lo hacía hasta el fondo.
Yo era su pasaporte de salida del martirio que vivía con su mujer, y no me importaba, total, el departamento del cuarto piso estaba vacío, nadie podía saber lo que estaba pasando en mi cama, excepto las manchas de humedad del propietario, que pronto comenzaron a arruinarme el piso, y yo temí que el techo se caiga. Decidí, por el bien de todos, y hasta que pudiera pagar un albañil, mudar el colchón al living, entonces ya no teníamos que atravesar toda la casa para hacer el amor. Simplemente, él corría hacia mis brazos en tanto bajaba las escaleras, hacíamos tres pasos y caíamos rendidos al colchón. Paula opacaba los gemidos con su llanto, pero yo sabía, yo sabía que en algún momento iba a cansarse e iba a irse, dejándolo sólo para mí.
El 13 de septiembre me crucé a Paula en el supermercado. Hacia meses que no la veía. Estaba flaquísima, pálida, ya no tenía la piel tan espléndida como cuando su marido le hacía el amor noche de por medio. En algún sitio adentro mío me regocijé. Me saludó a duras penas. Cuando estaba yéndome simplemente me miró furtivamente como diciendo “yo sé lo que está pasando en ese departamento, lo que hace mi esposo con vos cada vez que se va”. Me dí media vuelta y me fui, no tenía nada que hacer ahí.
Ignacio me cogía cada vez mejor. Me la había chupado por toda la casa. Me tenía todo el día pensando en él, esperándolo, y me alegraba saber que ya casi no dormía con ella.
El 3 de octubre Paula se tiró de la terraza. No dejó una carta, no dejó nada. Sólo ató la correa del perro a mi puerta. De no haber estado durmiendo con Ignacio sobre mi vientre, la habríamos visto caer desde la ventana. Ella sabía, él la dejó saber. Cuando lo supo, lloró un rato y ya no me dirigió la palabra.
Me quedó, nada más, espiarlo desde la ventana. Por ésta misma ventana, lo veo irse, con nada más que una muda de ropa, sabe que estoy acá, observándolo, como siempre, pero no va a devolverme la mirada, no va a regalarme un solo gesto porque yo sé que en el fondo hasta me echa la culpa.