16.2.12

Dado el estado de gravedad de las cosas, dudo que duerma. A las tres de la mañana, eso no es poco. Anoche, depositada sobre la tierra, sobre las hormigas, nada podía estar mejor. Mi pecho es una jauría de bestias, generalmente encadenadas. Esta noche, y ante la falta de compañía, simplemente soy una montaña rusa, a las que me encantaría poder volver a subir. Buenos Aires ayer no podía tocarme, porque era indestructible. Cuando en el fondo, y a las bestias, podés tener amor, casi que te lo olvidas. Desearías dejarlo tirado como a las colillas, o los cientos de atados de cigarrillos, pero no podés olvidar lo que te arrastra al insomnio, que supo ocultarse muy bien detrás de películas, y charlas, y deseos de polvos que probablemente no se concreten. Estar jodido es eso. Es un vaivén de situaciones, de viajes, de valijas, de fotos analógicas, de rollos, de revelados, de todas las personas a las que cruelmente les arranco un pedazo para construir eso que estaba en mi pared, eso que era el recuerdo de la pérdida de tu piel, eso que la memoria táctil y visual supo traer a la vida tan bien, en trozos de papeles de colores, que rememoraban mis sábanas y mi cama, una cama que pronto usaré de sillón, una cama en la que se han revolcado mis amigos con las personas que aman. Una cama que es un matadero, porque bien sé, me he revolcado yo, y sin amar. Esta noche es la montaña rusa a la que no puedo subirme, es pi en el reloj, es jueves. Este fin de semana, probablemente a escondidas llore lo que no he llorado en mucho tiempo porque oculté un sentimiento. Porque pensé en Uruguay que todo era tan simple como escribir una inicial que compartimos en la arena, y dejarla irse con el oleaje. Esa tarde pensé que te había enterrado en un lugar al que cuando vuelva será completamente distinto, y queda tan lejos que casi no existe. Pero está, y en definitiva, no puedo buscarte. Hay trazos de arena en mi mochila, todavía, en algunas cosas que no limpié bien, y fue adrede. Si enterrarte estuvo ahí, quise llevarme un pedazo del entierro, quise que todo me recuerde al hecho de haber dejado ir algo que no me interesa soltar. Ahora, inclusive en el repugnante adulterio al que suelo someterme, hay trozos de aquello que pasó, a lo que no puedo simplemente darle la espalda, como tantas veces te la habré dado los días en que dormíamos juntos. Pocos, sí, pero en diciembre, todo en mi cabeza y en las bestias, era el terror por el paso del tiempo, y el tiempo ha pasado, y en una máscara ridícula de una mujer que prácticamente no llora, ante el descalabro del insomnio sé, volví a dibujarte con los dedos a mi lado, en otra cama, en otras camas, quizás, en otras espaldas, quizás en pechos que deseaban arduamente contenerme, llevarme a entender que todo pasa, como ya ha pasado antes. Pero hay una cosa, si la memoria sirve, si los recuerdos sirven, entonces habré de citar a dos personas, y quizás más, que lo único que tuvieron para decir es que aquello que amás no se borra. Sin importar la forma que tome, no se te borra. Entonces, sin tatuajes en mis brazos, cada vez que oscurece, puedo ver aquello de lo que me oculto. Mi cuerpo bien puede ser una herida de guerra, una cicatriz de quirófano, un deseo incontenible de abandonar en la rehabilitación todo aquello que me aqueja. Pero cuando la hora pasa, y creeme, puedo verla cayéndose, escurriéndose en las agujas del reloj, lo único que no pude parar de hacer todo este tiempo, desde que puedo, es caminar. Como si al final de la calle, de una ciudad en la que viví tantos años y prácticamente no conozco, estuviese escrito el destino, o más bien, lo que sí está tatuado en mis retinas, y todas las demás personas celan, que aún observando el horizonte sin tenerte al lado mío, salir corriendo del escuadrón cuarenta y ocho porque estaba prohibido fotografiarlo, la plaza en la que jugué cuando era chica, hoy tan diferente, una plaza en la que nunca pensé volvería a estar, deseo arduamente observar al sur, como sé, en días, observaré hacia la derecha, sabré que ahí está tu casa, una casa que probablemente ya no pise. El final del camino eramos nosotros, y atravesé todo esto, simplemente para no encontrarte, para odiarte y perdonarte el hecho de poder cambiar tan rápido de parecer, de sentimientos, de palabras. Las palabras te quedan tan hermosas que en meses querría colocarlas en un guión para hacer el ridículo delante de los que nos conocen. Pero en cada pucho que estoy a punto de terminarme, pensando en lo mal que me hace, lo mal que me hace todo, recuerdo tu mano, maldita y bendita, reventándose en el insomnio, volviendo a inmiscuirse en mi atado nuevo, para sacar otro y encenderlo, darle fuego y aspirar a aquello que eventualmente, y en súplica, acabaría pronto en mi boca. Si el tiempo se mide en discos, si la vida, y la caminata tienen una banda sonora, yo también en Uruguay pretendí enterrar aquellos que amábamos. Pero ahora sé, y eso es algo que sabré siempre: Buenos Aires queda a días, quizás quede a horas si lo decido pronto, mi valija está cerrada pero puede abrirse a todo lo que ansío colocar en ella, y mi valija termina sobre la silla de mi casa en la que te sentaste a mi lado, cuando ya no podía soportar el dolor, y la marqué, y prácticamente no permití que nadie se siente en ella, porque era tuya. Esa silla no sólo te espera, más bien, es la última carta, la que me permite decir, y de eso estoy convencida, si en días te miro a los ojos, te desarmo con los míos, si en días puedo verte a la cara, y no golpearla, más bien acariciarla, abrazarla, recorrerte el pelo y sentir que no importa, que puedo perdonarte, entonces este amor, que últimamente tanto me aqueja, el amor que callé, el amor que prohibí, el amor que me privé de desmenuzar, entonces ese amor nos salva.

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