27.10.12

la fragilidad de las cosas


Lautaro, casi que poseído. Con el pelo todo transpirado, la cabeza pegoteada a la pared, que bien le hacía de respaldo, en la cama que no tenía uno. Las camas de los telos suelen no tenerlo, y si lo tienen, son asquerosos. Y deben tenerlo porque seguramente los forren con esa tela sintética asquerosa con la que recubren casi todo para después poder desinfectarlo.
Lautaro, casi que poseído, no mirando hacia el techo, sino mirándose a sí mismo, a una distancia de tres o cuatro metros, al espejo que estaba colocado frente a la cama. Lautaro, todo acabado e hipócrita, se contemplaba a sí mismo en un acto de narcisismo cruel el fumar mirándose, en vez de mirarla a ella, sentada, desnuda, al borde de la cama, con la cabeza gacha y los hombros encorvados.
En otras épocas, cuando Lautaro era joven y de vez en cuando quería estar con alguna, solía llevárselas a telos como éste, en el que está ahora, en el que ya ha estado antes, gastándose casi todo su sueldo de librero aburrido de calle Corrientes. Está bien, pasaron los años, pero en aquel momento se preguntaba lo absurdo que era terminar en un albergue transitorio, con alguna que había conocido por ahí. Cuando lo hablaba con sus amigos les decía algo así: “… es como que ya está. No podés pagar un telo para no coger toda la noche, o para no coger, si lo pagaste tenés que hacerlo.” Y en aquel entonces, giraba por su cabeza la idea disruptiva de que los telos eran lugares asquerosos, porque la gente no los usaba para amarse, sino para coger. Y él no amaba a la mayoría de las chicas que llevaba, puesto que de amarlas, se las presentaría a sus viejos y se quedarían a dormir. Pero en los telos tampoco se duerme, así como es que no se ama.
Pasado el tiempo, Lautaro asumió que las pocas mujeres por las que quizás sintió algo no eran dignas de ser llevadas a telos. Por eso ahora los frecuenta con prostitutas, quienes no le importan, y con las que es más fácil asumir que lo único que tiene ganas de hacer es cogérselas. El telo, al final, puede terminar siendo mucho más barato que una salida, en la que tendría que invitar a una mujer a comer o a ir al cine, y definitivamente, tratar de llevársela a coger. Por eso es que las putas no le resultan tan caras, y le ahorran todos los delirios existenciales y la paranoia que le agarra cuando sale con mujeres, las que él denomina “reales”.
Pero esa noche, mirándose a la distancia en el espejo, fue cuestión de desviar su vista un par de centímetros para darse cuenta que esa prostituta, poco real ante su percepción, estaba sufriendo. Se encontraba al borde de la cama, sufriendo. Y él no podía entender por qué estaba tan encorvada, quizás estaría llorando. Lautaro no lo sabría hasta calzarse los anteojos, pero así fue. En un acto de contemplación de sí mismo, completamente pagado por sí mismo, comprendió que había otra persona en la habitación, una habitación que no era la suya, y a la que jamás la habría llevado, porque ahora que vive solo guarda cierto recelo para con su casa y sus cosas, al punto que no sólo no ama a ninguna de las mujeres que conoce, sino que además, por descarte, decidió pagar prostitutas y ahorrarse todo ese preámbulo que lo hastía.
Lo único que pudo hacer fue preguntarle si estaba bien. A lo que ella no le contestó nada, y le pidió que le pagara para irse. Lautaro esa noche decidió pagar el pernocte, a pesar de que la prostituta se fue, y quedarse, con desayuno incluído, durmiendo hasta el mediodía en una habitación que suya no era, pero que se la pudo adueñar un rato por un par de pesos más. En ese momento también supo que se le volvía imposible amarse a sí mismo, y que tampoco era tan mala idea aparecerse por esos lugares, de vez en cuando, solo, para reafirmar que en su casa está fuera de sí mismo, y que en las camas asquerosas, en donde se han revolcado cientos de personas, con respaldos forrados sintéticos o no, puede llegar a reencontrar esa estupidez animal que le recuerda, que cuando no siente nada por nadie es mejor pasársela solo.

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