3.3.12

La decantación final de la osadía corpórea.


Y le escribo sólo porque lee lo que jamás volveré a decirle, aunque admire mi poder de argumento, que no es más que el poder de mi voz opacando la suya, destruyéndole el castillo de mentiras que deliró creer montar a cinco mil kilómetros, pero que se le cae y desvanece automáticamente, como si mi yo-lírico-lobo fuésemos con ninguna artillería excepto nuestros pulmones a soplar su casita de paja, cerdo. Si usamos nuestros cuerpos con el puro afán hedonista del goce, si flagelamos nuestras almas con deseo de que crezca del suelo algo lo suficientemente grande, no sólo para detenernos, sino más bien para eclipsarnos, hacernos sombra, entonces yo me planto en este absurdo de viernes con una botella en la mano que no le abrí, comprendiendo que mi casa anterior no sólo existe, sino que también es habitada por otras personas que no comprenden y jamás sabrán que alguna vez, en ese piso, asqueroso, minado de cenizas, de tierra, de polvo, pasos ajenos, de tantas personas, ideas, mentiras, proyecciones, pozo-péndulo-Poe, sabiendo, porque esta vez sé no haber necesitado ninguna clase de falaz estrellato para levantarme del suelo, rearmarme a mí misma, recomponer mi cuerpo hastiado de la desgracia y salir caminando, reitero, yo también escapé. No existe otra explicación al respecto, posible e imposible, ser-estar-pozo-péndulo, que el mismísimo hecho de haber cerrado una puerta que no podré jamás abrir, tal como él ha decidido, casi al unísono, huir corriendo.

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